A manera de antesala, de las vanguardias artísticas del siglo XX, se encuentra la obra de un singular pintor francés, llamado Henri de Toulouse-Lautrec (1864 – 1901). Hombre solitario y retraído, con una extraña condición de salud, que raya en la deformidad, quien encuentra refugio en la pintura y en la vida nocturna de París, entregándose por completo a la bohemia.
Toulouse-Lautrec se convierte en un observador minucioso de las luces y sombras que convergen en los cabarets y burdeles parisinos, espacios donde la vida late en una mezcla de risas y decadencia. Entre el humo y el bullicio, Lautrec se apropia de los rostros y los gestos de todos aquellos personajes que, al igual que él, parecían olvidados por la sociedad de la época. Así, por sus lienzos desfilan bailarinas, cantantes y otras personas del mundo del espectáculo, además de clientes absortos en sus propios desvaríos.
Con su mirar agudo y compasivo, logra inmortalizar la cotidianidad frenética de este mundo que sólo se percibe de noche y en determinados lugares, reflejando tanto la belleza como la fragilidad de los cuerpos, que aparecen expuestos, casi vulnerables, en el lienzo. En este sentido, su obra se despliega como un testigo silencioso y astuto de la modernidad, capturando la esencia de una ciudad que está despertando a una nueva sensibilidad artística, más inmediata y cotidiana.
Cabe señalar que, a finales del siglo XIX, la ciudad de París se erigió como el centro neurálgico de la modernidad europea, donde la vida urbana, el ocio y el consumo transformaron la experiencia de lo cotidiano. Este ambiente de cambio sacudió, por añadidura, el mundo del arte, que se fue adaptando a las nuevas formas de comunicación visual, además de satisfacer las crecientes demandas de una sociedad orientada hacia el espectáculo.
Sin lugar a dudas, Lautrec fue uno de los exponentes más destacados de esta nueva dinámica entre arte y sociedad. Sus singulares carteles para cabarets y teatros evidencian el cambio significativo, que se estaba gestando, en la historia del arte. En general, sus obras capturaron y revelaron las tensiones inherentes a la vida moderna, marcadas por el auge de la publicidad, el consumo en masa y la alienación urbana.
En este sentido, los carteles publicitarios de Toulouse podrían situarse en un punto intermedio entre el arte tradicional y el producto comercial, en el contexto del París de la Belle Époque. Estos carteles, concebidos para promocionar cabarets y espectáculos, transforman la relación entre arte y consumo, volviendo al arte un objeto accesible al público masivo. Asimismo, mediante su estilo y temática, los carteles evidencian cómo el entretenimiento y el arte se van configurando a manera de mercancías, en una sociedad dominada tanto por el espectáculo como por el consumo.
Es interesante que, al mismo tiempo, Toulouse-Lautrec hace una crítica hacia el arte y la sociedad, recurriendo precisamente al cartel publicitario, un formato destinado a la promoción de espectáculos, como el cabaret, los teatros y el consumo burgués de ocio. Al hacer arte a través de un medio comercial, revela que la producción artística está siendo absorbida por la economía del consumo, donde el arte se presenta ya no por su valor intrínseco, sino como un producto al servicio del entretenimiento. En este sentido, el cartel es una manifestación de la mercantilización de la experiencia artística, transformando al artista en un productor de mercancías visuales.
Por otra parte, las figuras retratadas en los carteles, como los bailarines, cantantes y figuras del Moulin Rouge y otros locales de entretenimiento, están envueltos en una contradicción, por una parte, representan escenas de una vida atrayente, sin embargo, detrás de la espectacularidad se percibe una completa desconexión emocional. Los personajes se muestran atrapados en un ciclo de representación y exhibición para el consumo visual de una audiencia que participa en un proceso de disfrute superficial.
Esta alienación puede observarse en los gestos exagerados, las expresiones a menudo vacías de los rostros y la mecanización de sus cuerpos, que parecen marionetas de un espectáculo industrializado, donde la vida misma se convierte en espectáculo y objeto de consumo. Su capacidad para plasmar, con agudeza, la fragilidad humana detrás de la fachada luminosa de la vida nocturna parisina, le otorga a sus obras una vigencia universal, anticipando una sensibilidad que marcará significativamente el arte del siglo XX y abrirá paso reflexiones diversas en torno a la identidad y la condición de lo humano, en un mundo decadente y en vertiginoso cambio.